primavera arabe


Siria siempre se ha caracterizado por la diversidad de tradiciones religiosas y comunitarias. Aprovechándose de las tensiones internas, las potencias extranjeras han hecho volar en pedazos este frágil mosaico. El país tiene una importancia central en un Oriente Próximo
en el que se entrechocan los intereses de Estados Unidos, Israel, Arabia Saudí, Qatar, Jordania, Turquía e Irán. La ancestral división de esta parte del mundo entre las dos tendencias rivales del islam, el sunismo y el chiismo, les sirve de palanca a esos Estados ambiciosos para intentar aumentar su influencia.

El clan de los alauís que forma el régimen de Al Asad esta considerado como parte de un arco chií que va de Irán al Líbano del Hezbola, mientras que los grupos de rebeldes pertenecen en su mayoría al bando suní. Pero estos antagonismos esconden un panorama con muchos mas matices. At igual que los muyahidines afganos de los años 1980, la oposición siria esta dramáticamente desprovista de cohesión.
Sus representantes en el extranjero prácticamente no conocen a los grupos armados que pelean sobre el terreno. Estos buscan apoyo en otros lugares: en el norte del país se apoyan generalmente en Turquía y Catar, mientras que en el sur reciben armas y asistencia de Jordania, Arabia Saudí y Estados Unidos-

Estas imbricaciones geopolíticas dan lugar a paradojas que contradicen la lectura estrictamente confesional del conflicto. Riad saludó el golpe militar en Egipto contra los Hermanos Musulmanes que, sin embargo, son del mismo credo que los grupos que Riad misma arma en el frente sirio. El reciente deshielo entre Washington y Teherán también relativiza la visión binaria que suele presentarse en los medios de comunicación occidentales: tanto Israel como Arabia Saudí se consideran abandonados por Washington frente a Teherán y repentinamente se convierten en aliados de facto.

También pesa la división entre fuerzas laicas e islamistas. Aunque el Ejercito Libre Sirio (ELS) reivindica su existencia secular, la mayoría de los otros grupos compone una marquetería religiosa que va desde los islamistas moderados hasta los yihadistas cercanos a Al Qaeda, pasando por los salafistas. Resulta difícil, por otra parte, evaluar en que medida las facciones más radicales, como Ahrar al-Sham o el Estado Islámico de Irak y el Levante (ISIS), manifiestan una verdadera convicción religiosa o utilizan su enseña con fines mas prosaicos. Además, esta fragmentaci6n, fuente de discordias crecientes, ha abierto un segundo frente en el seno mismo del campo insurrecto, como lo demuestran los sangrientos combates que enfrentaron a principios de enero al ELS y al ISIS en el norte de Siria. Esta dispersi6n de la guerra civil no es ajena a la supervivencia del régimen de Al Asad.

Se suele presentar el conflicto en siria en términos de simple mecánica: cuando el poder se debilita, la oposición se fortalece, y viceversa. Se olvida que el dinero y las armas no lo son todo en una guerra, sino que también se necesitan efectivos. Y en este piano, la penuria amenaza constantemente al régimen de Damasco. El refuerzo de la brigada Al Quds de Irán, las unidades del Hezbola libanes y de las milicias locales (chahibas) es por lo tanto vital para la preservación de su poder militar. Al no ser ya el recurso a las armas químicas una opción posible, el poder depende mas que nunca de los combatientes extranjeros.

La principal fuente de inquietud se encuentra en la nueva radicalización de la oposición y del régimen sirio. El Frente Al-Nusra y el ISIS, que se proclaman pertenecientes a Al Qaeda, aprovechan ampliamente la ayuda proveniente del Golfo- Arabia Saudí también ha aumentado su injerencia apoyando a grupos no afiliados al movimiento terrorista fundado por Osama Ben Laden, trastocando de esa manera la relación de fuerzas en el seno de la oposición. Y, por su parte, el Ejercito regular sirio ha cambiado profundamente. Desde la batalla de Al Qusayr, en abril de 2013, la brigada Al Quds y Hezbola volvieron a desplegar sus tropas en pequeñas unidades móviles organizadas como milicias.

Por todos estos motivos, las potencias extranjeras no se preocupan  demasiado de acabar con el conflicto Unidos no se puede permitir Una nueva guerra y se adapta a ver su hegemonía golpeada en Oriente Próximo, con una estrategia que consiste en privilegiar a Asia- En la lógica conservadora estadounidense, Washington ya no tiene los medios para impedir que la cuestión siria empeore: como lo señalara el consultor Edward Luttwak en The New York Times la prudencia ordena dejar que los beligerantes se maten entre si tanto como sea posible, puesto que el triunfo de una oposición dominador los islamistas seria tan nefasto para los intereses occidentales como la victoria del clan Al Asad. El aliado saudí, por su parte, miraría con buenos ojos la caída del régimen de Damasco y le complacería un país dividido, presa del caos, que cortaría el eje chií que une Líbano e Irán. Una Siria ingobernable también podría venirles mejor a Teherán y a Moscú que la victoria de los insurgentes, incluso dejando a un miembro de la familia Al Asad reducido al papel de títere en su palacio de Damasco, como 1o hizo durante un tiempo su homó1ogo afgano.

Una paz a corto plazo parece, por tanto, de lo más improbable. Si bien los autores de las atrocidades cometidas allí son responsables de sus actos, las potencias extranjeras que atizan esa violencia tienen buena parte de responsabilidad. La guerra civil se ha hecho tan espantosa que pocos todavía se acuerdan de los levantamientos del principio, cuando un pueblo simplemente reclamaba el derecho a la dignidad y a la ciudadanía. En esta tragedia, esto tal vez sea lo más triste.

En Bahréin, las potencias extranjeras también demuestran su aptitud para exacerbar las tensiones locales, pero lo hacen de una manera distinta a como lo hacen en Siria. Las primeras manifestaciones en esta pequeña isla del Golfo traducían un deseo de democracia ampliamente comparado; se estima que en su punto más alto movilizaron casi a una quinta parte de la población. Aunque la intervención militar del Consejo de Cooperación para los Estados Árabe  del Golfo eliminó esta aspiración colectiva incluso antes de que naciera, el fracaso del movimiento se explica también, y quizá sobre todo, por la irrupción de la geopolítica y las consignas confesionales.

Mientras que en Siria un poder alauí se enfrenta a una población mayoritariamente suní, Bahréin es una monarquía suní mayoritariamente poblada de chiíes. Esa es la razón por la cual los intereses respectivos de las dos potencias rivales de la región, Irán y Arabia Saudí, se muestran alii violentamente enfrentadas- Habida cuenta de su proximidad geográfica, Riad ejerce sobre su vecino un derecho de vigilancia particularmente intrusivo. Apoyada por Occidente, la intervención de las tropas del CCEAG respondía explícitamente a la intención de Riad de mantener a Bahréin en su zona de influencia.

Al principio, chiíes y suníes desfilaban unos junto a los otros, en una misma línea de reivindicación democrática. Fue solo en el memento de la intervención saudí cuando la carta confesional empezó a suplantar poco a poco a los objetivos políticos. Esta captación de la dinámica local por parte de intereses foráneos ha puesto sin embargo en evidencia la fragilidad del régimen. Sin la perfusión financiera, mili des potencias extranjeras no están menos estrechamente ligadas al drama político que se desarrolla en ese país. En julio de 2013, un golpe de Estado militar derroco al gobierno desprestigiado, pero legítimo, de los Hermanos Musulmanes. En cualquier otro lugar, Una ruptura tan brutal del proceso democrático hubiera suscitado una indignación pla­netaria. En Egipto, sin embargo, recibió la aprobaci6n de las cancillerías occidentales. Estados Unidos y sus aliados europeos, pero también Arabia Saudí y sus vecinos del Golfo, al igual que Jordania e Israel, consintieron un gol-pe de Estado que los liberaba de un Mohamed Morsi elegido democráticamente pero considerado incontrolable.

Apenas instalado el nuevo régimen, Arabia Saudí, los Emiratos Árabes Uni­dos y Kuwait se apresuraron a desembolsar una ayuda económica de 12 000 millones de dólares, es decir, nueve ve-ces mas que los 1 300 millones anuales de la asistencia militar estadounidense. La apuesta de Riad se explica al menos por dos razones: por un lado, la desconfianza desde hace tiempo del régimen wahabita hacia los Hermanos Musulmanes; por otro lado, el temor a que el ejemplo de la joven democracia egipcia se expandiera, otorgara un manda­te popular a las fuerzas islamistas y enardeciera a los saudíes a cuestionar a los dirigentes de su país.

El hecho de que Occidente avalara el golpe de Estado militar no aumento su prestigio en el seno de la población egipcia/irritada por el mensaje implícito según el cual una democracia so­lo es aceptable si lleva al poder a los candidatos ungidos por las potencias extranjeras. La ironía de la historia es que al darles la espalda a los Herma­nos Musulmanes, Washington y sus aliados sabotearon ellos mismos el proyecto árabe-occidental de un bloque suní coherente capaz de contener la influencia iraní, provocando al mismo tiempo una insólita convergencia de las políticas exteriores saudí e Israel.

Es verdad que el golpe de Estado del general Abdel Fatah al-Sisi era el resultado también de una situación económica desastrosa y de la impopularidad creciente de Morsi. Incluso sus seguidores habían perdido la confianza en la capacidad del gobierno para responder a los problemas del desempleo y la corrupción- Las ambiciones hegemónicas de los Hermanos Musul­manes, que se negaban a compartir la mínima parcela de poder, precipitaron su descredito. También chocaron con la resistencia del aparato del Estado, compuesto por policías, jueces yfoulouls (dignatarios del antiguo régimen) visceralmente hostiles a la cofradía. Es-te "Estado profundo" no perdió la ocasión de volver a sahr a la superficie. Una tarea tanto mas fácil cuanto que los Hermanos Musulmanes, desplazando jue-||ces, gobernadores y notables para colocar a sus propios adeptos dentro del aparato del Estado, también habían permitido a sus aliados potenciales dentro de la izquierda y de los salafistas.

''La ira que se les abalanzo encima mágnifica asimismo el fin del aura de invencible que en otros tiempos envolvía al islamismo. La cofradía no era ni un grupo revolucionario ni el brazo local de algún frente terrorista internacional, 'sino una organización más bien conservadora que predicaba la piedad religión el liberalismo económico y la caridad hacia los mas pobres- No se arrogaba ningún monopolio sobre el islam mantenía ninguna relación con los salafistas m con los teólogos de al azhar. En la actualidad, sus adeptos están en prisión o viven en la clandestinidad. Más prudentes, o más osados, los salafistas del partido Nur su pragmatismo rindiéndole pleitesía al régimen militar. Con la ''primavera árabe", la esfera is­lamista se diversifico y se fragmentó al mismo tiempo, haciendo emerger nuevas figuras fuera de los círculos escolásticos y políticos tradicionales.

Durante su breve paso por el po­der, los Hermanos Musulmanes se cuidaron de suscitar una islamización forzada de la sociedad. Su objetivo ' consistía mas bien en consolidar su do-minio político en el terreno institucional. No es casual que, durante el golpe de Estado, el Gobiemo de Morsi se defendiera recurriendo al argumento de la legitimidad (charari’ya) más que a la ley islámica (charia). En este sentido, el temor occidental de ver la "prima-vera árabe" desembocar en un contagio islamista en Oriente Próximo no parece muy consistente.

En Egipto mismo, el golpe de Esta-do recibió la bendición del movimiento de jóvenes Tamarrod, de la Iglesia copta y de las formaciones laicas liberales. El liberalismo reivindicado por estos últimos no incluía manifiestamente la defensa del pluralismo político, in­compatible con la exclusión de los Hermanos Musulmanes. A partir de entonces, el pluralismo podía desaparecer completamente. La censura impuesta por el nuevo régimen militar se muestra en efecto más implacable que la que reinaba bajo la presidencia de Hosni Mubarak. No solo los Hermanos Mu­sulmanes han sido borrados del mapa con una brutalidad inédita desde la era del presidente Gamal Abdel Nasser, sino que además su destierro ha estado acompañado por una campana nacionalista y xenófoba que asimilaba a sus militantes con "terroristas" a sueldo del extranjero. Como consecuencia inesperada de la revolución egipcia, una pre­sidencia autocrática se ha transformado en una dictadura militar que recurre a la ley marcial y a la violencia legal. No se han suprimido las elecciones, pero se desarrollan bajo un control estricto.

A partir de la ilegalización de los Hermanos Musulmanes y de la atomización de todas las fuerzas políticas del país, el Ejercito se impuso por defecto. No va a abandonar el poder por su propia voluntad, al menos mientras cuente con la complicidad de las potencias occidentales y de los Estados del Golfo.

Egipto no es presa de las tensiones étnicas y religiosas que minan a algunos de sus vecinos; la hipótesis del conflicto abierto parece por lo tanto descartada. Lo que no implica que los militares no puedan contentarse con restaurar el viejo orden. El coste de una represión masiva se ha hecho políticamente exorbitante, y los egipcios le han cogido gus­to a la fuerza de las movilizaciones en masa. Por otro lado, la brecha que separa islamismo y secularismo corre el riesgo de volverse aun mas pronunciada. Algunos Hermanos Musulmanes se podrían sentir tentados de tomar las armas.

Pero la principal novedad es la exigencia cada vez más grande, por parte del pueblo, de que le rindan cuentas. Incluso durante el golpe de Estado de julio de 2013, los militares tuvieron que justificar sus actuaciones después de que una iniciativa democrática comisionada por grupos de ciudadanos hubiera expresado alto y fuerte sus in­quietudes. El régimen se encuentra an­te una decisión complicada: resucitara el sistema Mubarak, con un general Al-Sisi que pase del caqui al traje y corbata, o preferirá el modelo argelino, donde los civiles tienen voz y voto pero les dejan a los militares su derecho a veto en los asuntos importantes.

En comparación con el caso egipcio, la transición tunecina parecería casi un paseo estimulante. Dirigida por actores locales aparentemente preocupados por la estabilidad y el respeto de las reglas democráticas, quedo amplia-mente al margen de las manipulaciones exteriores. Lo cual se explica sobre todo por su geografía; aunque vigilado de cerca por la ex potencia colonial francesa, Túnez raramente ha servido de teatro para las competiciones geopolíticas de intereses extranjeros. Su población es relativamente homogénea en el piano religioso. La manzana de la discordia mas notable, desde la calda del presidente Zine el Abidine Ben Ali, es la lucha a la que se entregan los is­lamistas y los laicos.

El partido Ennahda, de inspiración islamista, gano las primeras eleccio­nes libres, pero comed6 el mismo error que los Hermanos Musulmanes: interpreto el mandate recibido como una puerta al poder absoluto. Rápidamente, la situación política se deterioro, con el asesinato de varios opositores de la izquierda y la escalada de poder de los grupos salafistas, ferozmente hostiles al pluralismo electoral. Sus amenazas enfriaron a la población, poco acostumbrada a semejante clima.

En Túnez, ningún grupo puede pre­tender la hegemonía, y Ennahda formo una coalición con dos partidos laicos. Los movimientos liberales y progresistas terminaron aceptando el dialogo nacional propuesto por el Gobierno y trabajando con los islamistas sin incluir a los mas radicales, sobre todo los salafistas-. Todos los partidos del tablero electoral convinieron en que ya no se podía ignorar el riesgo de una espiral de violencia política. Además, la fractura entre religiosos y seculares se re-velo menos insalvable de lo previsto. Pocas cosas diferenciaban a los islamis­tas moderados de sus rivales laicos, mientras que estos últimos reconocían con mas facilidad la importancia de la religión en lodo nuevo sistema político.

Pero me sobre todo la dinámica so­ciedad civil la que reactivó el calendario de la transición democrática. La Uni6n General Tunecina del Trabajo (UGTT), la organización patronal de la Unión Tunecina de la Industria, el Comercio y el Artesanado (UT1CA), la Or­den de los Abogados y la Liga Tunecina de los Derechos Humanos se hicieron oír durante el dialogo nacional. Fijaron nuevos objetivos al Gobierno y reclamaron la ratificación de la Constitución.

En lo que al ejército respecta, pesa claramente menos que en Egipto: con poca cantidad de efectivos y despolitizado, ha permanecido en sus cuarteles desde 2011. El antiguo régimen de Ben Ali era un Estado policial, no una dicta­dura militar. Su gobierno tecnócrata y cleptómano podía prescindir tranquila-mente de una base ideológica. Esa es la razón por la cual la revolución tunecina destituy6 a las elites del ex partido único pero dejando intactas la burocracia y las fuerzas policiales, que no estaban ideológicamente conectadas al régimen. La preservación de esta estructura con-tribuyo a mantener una relativa estabi­lidad del orden legal. Además, la vieja autocracia había puesto en marcha una robusta estructura de instituciones y de leyes, que por supuesto había servido de poco en el transcurso de los diez últimos anos de la era Ben Ali, pero que hoy en día se puede mostrar útil para construir un sistema democrático funcional. Precisamente porque el nepotismo de anta-no estaba desprovisto de cualquier ideología susceptible de reaparecer, la restauración de un Estado autoritario pa­rece poco verosímil.

Túnez tiene la suerte de poder responder a sus incertidumbres por sus propios medios, sin preocuparse por la buena voluntad de los demás. Las po­tencias mundiales y regionales no han desempeñado un papel importante en la transición en curso. Washington no ve­to la entrada de Ennahda al gobierno ni favoreció a tal o cual candidato. Los Es­tados petroleros del Golfo se abstuvieron de apoyar masivamente a sus favoritos. Francia se limita a una neutralidad circunspecta, con una imagen mancillada por el indefectible apoyo que le aportó a Ben Ali hasta el último segundo de su reinado. En caso de éxito, la experiencia tunecina seria recibida como una señal de esperanza en toda la región, y quizás más allá.

Aunque la "primavera árabe" entra ahora en su cuarto ano, cabe esperar que continúen las injerencias en los conflictos locales y se amplifiquen sus efectos de letreros. Las líneas de los frentes geopolítico, religioso e ideológico desgarran ahora a todo Oriente Pr6ximo. Solo si renuncian a inmiscuirse en las revoluciones, el resto de los países podrán ayudar a hacerlas renacer.

Sin embargo, se pueden señalar algunas tendencias mas precisas para el ano que comienza. En primer lugar, las monarquías del Golfo corren el peligro de mezclarse todavía más en los asuntos de sus vecinos árabes. La renta petrolera les confiere una influencia decisiva en países menos favorecidos como Egipto, Marruecos y Jordania, donde sus ayudas sobrepasan a las del bloque occidental. Menos importantes, estos últimos tienen la ventaja de no depender ni de las evoluciones del petróleo ni de los humores de los príncipes.

Asimismo, hay que destacar la importancia de los pactos cerrados en periodo de transición nacional. En otros contextos de democratización, como en América Latina, los pactos de acomodamiento entre fuerzas rivales fueron profundamente institucionalizados y aceptados por todos. En Oriente Próximo, en cambio, la 1ógica de la división predomina sobre la búsqueda del compromiso, de manera que las fracciones se desgarran por el poder en lu­gar de compartirlo.

En tercer lugar, la debilidad de las instituciones locales, sumada a las intervenciones mal pensadas de las po­tencias extranjeras, les dio cancha a los saboteadores del proceso democrático. Los salafistas tunecinos y los falsos li­berales egipcios son personajes secundarios que no tienen nada que perder rompiendo los compromisos difícilmente negociados. Ganan importancia a medida que las instituciones se erosionan y que crecen los intereses en juego. En esos escenarios extremes, los Estados en quiebra no tienen los medios para detener el círculo vicioso del dilema de seguridad. En Yemen y en el Líbano, muchos grupos prefieren tomar las armas antes que entregarse a un Estado incapaz de protegerlos, con lo cual lo debilitan todavía un poco más.

El último punto, mas positivo, concierne a la ciudadanía. Los pueblos árabes ya no se perciben como masas de sujetos, sino como fuerzas ciudadanas que merecen el respeto y la palabra. Si surge un nuevo levantamiento, será acaso al mismo tiempo mas espontaneo, más explosivo y mas duradero. Los ciu­dadanos árabes han sido testigos de las soluciones extremas a las cuales sus gobiernos están dispuestos a recurrir para mantenerse en el poder. También los regímenes coercitivos conocen bien la determinación de las masas para "apartarlos". La "primavera árabe” todavía no ha dicho su ultima palabra.       

HICHAM BENABOALUW E.-ALAOUI




LE BASI "Un cómico frente al Islam"

Por qué no voy a reírme de Mahoma... Todavía. Una respuesta completa sobre un tema esencial.

No pasa semana sin que algún periodista me interrogue con tono acusador: “Usted se burla del cristianismo pero, ¿por qué no se atreve a hacer lo mismo con el Islam?” (...) Nadie, por ejemplo, me ha preguntado por qué no me burlo del budismo, el hinduismo, el confucianismo y otros tantos sistemas religiosos. “Lógico —pensarán ustedes— estas religiones no son tan agresivas y fanáticas. El problema es la violencia del fundamentalismo islámico.” Sinceramente, no creo que sea mucho más fácil montar un show contra Shiva en Varanasi que contra Mahoma en Teherán. Pero volveremos a esto punto más adelante.
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