collar de la paloma

Otras señales son: que no pueda el amante dirigir la palabra a otra persona que no sea su amado, aunque se lo proponga, pues entonces la violencia quedará patente para quien lo observe; que calle embebecido, cuando hable el amado; que encuentre bien cuanto diga, aunque sea un puro absurdo y una cosa insólita;
que le dé la razón, aun cuando mienta; que se muestre siempre de acuerdo con él, aun cuando yerre; que ates­tigüe en su favor, aun cuando obre con injusticia, y que le siga en la plática por dondequiera que la lleve y sea cualquiera el giro que le dé.

Otras señales son: que el amante vuele presuroso hacia el sitio en que está el amado; que busque pre­textos para sentarse a su lado y acercarse a él; y que abandone los trabajos que le obligarían a estar lejos de él, dé al traste con los asuntos graves que le forzarían a separarse de él, y se haga el remolón en partir de su lado. Acerca de este asunto he compuesto estos versos:

Cuando me voy de tu lado, mis pasos son como los del prisionero a quien llevan al suplicio. Al ir a ti, corro como la luna llena cuando atraviesa los confines del cielo. Pero, al partir de ti, lo hago con la morosidad con que se mueven las altas estrellas fijas.

Otra señal es la sorpresa y ansiedad que se pintan en el rostro del amante cuando impensadamente ve a quien ama o éste aparece de súbito, así como el azoramiento que se apodera de él cuando ve a alguien que se parece a su amado, o cuando oye nombrar a éste de repente. Sobre esto he dicho en un poema:

Cuando mis ojos ven a alguien vestido de rojo, mi corazón se rompe y desgarra de pena. ¡Es que ella con su mirada hiere y desangra a los hombres y pienso que el vestido está empapado y empurpurado con esa sangre!
Otra de las señales es que el amante dé con liberalidad cuanto pueda de aquello que antes disfrutaba por sí mismo, y ello como si fuese él quien recibiera el regalo y como si en hacerlo le fuera su propia felicidad, cuando sólo le mueve el deseo de lucir sus atractivos y hacerse amable. Por el amor, los tacaños se hacen desprendidos; los huraños desfruncen el ceño; los cobardes se enva­lentonan; los ásperos se vuelven sensibles; los ignorantes se pulen; los desaliñados se atildan; los sucios se lim­pian; los viejos se las dan de jóvenes; los ascetas rompen sus votos, y los castos se tornan disolutos.

Claro es que estas señales aparecen antes que prenda el fuego del amor y el calor abrase y el tizón arda y se levante la llama, porque, una vez que el amor se ense­ñorea y hace pie, no ves más que coloquios secretos y un paladino alejamiento de todo lo que no sea el amado.
Unos versos tengo compuestos en que se declaran reunidas muchas de estas señales, y de ellos son los siguientes:

Cuando se trata de ella, me agrada la plática, y exhala para mí un exquisito olor de ámbar. Si habla ella, no atiendo a los que están a mi lado y escucho sólo sus palabras placientes y graciosas. Aunque estuviese con el Príncipe de los Creyentes, no me desviaría de mi amada en atención a él. Si me veo forzado a irme de su lado, no paro de mirar atrás y camino como una bestia herida; pero, aunque mi cuerpo se distancie, mis ojos quedan fijos en ella, como los del náufrago que, desde las olas, contemplan la orilla. Si pienso que estoy lejos de ella, siento que me ahogo como el que bosteza entre la polvareda y la solana. Si tú me dices que es posible subir al cielo, digo que sí y que sé dónde está la escalera.

Otras señales e indicios de amor, patentes para el que tenga ojos en la cara, son: la animación excesiva y des­mesurada; el estar muy juntos donde hay mucho espacio; el forcejear por cualquiera cosa que haya cogido uno de los dos; el hacerse frecuentes guiños furtivos; la tendencia a apretarse el uno contra el otro; el cogerse intenciona­damente la mano mientras hablan; el acariciarse los miembros visibles, donde sea hacedero, y el beber lo que quedó en el vaso del amado, escogiendo el lugar mismo donde posó sus labios.
Hay, sin embargo, señales contrarias a las declaradas, que obedecen al imperio de las circunstancias, a los accidentes que andan en juego, a las causas del momento o a la excitación de los ánimos. Los extremos se tocan muchas veces. Las cosas, exageradas hasta el colmo, producen efectos contrarios, y, llevadas al extremo límite de su discrepancia, acaban por parecerse, por un decreto de Dios Honrado y Poderoso que no podemos comprender. Así, la nieve, si se la aprieta mucho tiempo
con la mano, quema como su contrario el fuego; la alegría excesiva mata, lo mismo que la pena desmesu­rada, y la risa muy continuada y violenta hace saltar las lágrimas. Todo esto acaece muy a menudo.
Pues del mismo modo hallamos que, cuando dos amantes se corresponden y se quieren con verdadero amor, se enfadan con frecuencia sin venir a qué; se llevan la contraria, aposta, en cuanto dicen; se atacan mutuamente por la cosa más pequeña, y cada cual está al acecho de lo que va a decir el otro para darle un sen­tido que no tiene; todo lo cual es prueba que evidencia lo pendientes que están el uno del otro.

La distinción entre estos enfados y la verdadera rup­tura o enemistad, nacida del odio y de la animosidad enconada de la querella, es la prontitud con que se reconcilian. A veces tú creerás que entre dos amantes hay tan hondas diferencias, que no podrían arreglarse más que pasado mucho tiempo, si se trataba de una persona de alma serena y libre de rencor, o nunca, tratándose de persona vengativa. Sin embargo, no tardarás mucho en ver que han vuelto a la más amigable compañía, que los reproches se han desvanecido, que la rencilla se ha borrado y que en el mismo instante vuelven a reírse y a chancear juntos. Todo esto puede ocurrir varias veces, en un solo rato. Pues bien: cuando veas que dos per­sonas proceden de este modo, no dejes lugar a la duda, ni permitas, en absoluto, que te asalte la incertidumbre, ni vaciles en pensar que entre ellas hay un oculto secreto de amor. Puedes afirmarlo en redondo, en la seguridad de que nadie podrá desmentirte. No te hace falta prueba más clara ni experiencia más fidedigna. Tal cosa no sucede más que cuando existe un amor correspondido y una afección sincera. Yo he visto mucho de eso.
Otra señal de amor es que tú has de ver cómo el amante está siempre anhelando oír el nombre del amado y se deleita en toda conversación que de él trate. Este tema es su muletilla constante y nada le divierte como él, sin que le retraiga de hacerlo el temor de que los oyentes adivinen su secreto y los circunstantes comprendan su inclinación. ¡El amor te vuelve ciego y sordo! Si el amante pudiera conseguir que en el sitio en que se halla no hubiera otra plática que la referente a quien él ama, jamás se movería de allí.

Acaece asimismo al verdadero amante que, a veces, se pone a comer con apetito, cuando de repente el recuerdo del ser amado le excita de tal modo que la comida se le hace un bolo en la garganta y le obtura el tragadero. Otro tanto le sucede con el agua. Tocante a la conversación, en ocasiones la inicia muy animado, cuando, de improviso, le asalta un pensamiento cual­quiera acerca del ser que ama, y entonces se ve claro cómo se le traba la lengua y empieza a balbucear, y se observa ostensiblemente que se pone taciturno, cabizbajo y retraído. Hacía un momento su fisonomía era risueña y sus ademanes desenvueltos; pero súbitamente se ha tornado hosco e inerte; su alma está perpleja; sus mo­vimientos son rígidos; se aburre de hablar y siente tedio cuando le preguntan.

Otras señales de amor son: la afición a la soledad; la preferencia por el retiro, y la extenuación del cuerpo, cuando no hay en él fiebre ni dolor que le impida ir de un lado para otro ni moverse. El modo de andar es un indicio que no miente y una prueba que no falla de la languidez latente en el alma.

El insomnio es otro de los accidentes de los amantes. Los poetas han sido muy prolijos en describirlo; suelen decir que son «apacentadores de estrellas», y se lamentan de lo larga que es la noche. Acerca de este asunto yo he dicho, hablando de la guarda del secreto de amor y de cómo trasparece por ciertas señales:

Las nubes han tomado lecciones de mis ojos y todo lo anegan en lluvia pertinaz, que esta noche, por tu culpa, llora conmigo y viene a distraerme en mi insomnio. Si las tinieblas no hubiesen de acabar hasta que se cerraran mis párpados en el sueño, no habría manera de llegar a ver el día,
y el desvelo aumentaría por instantes. :
Los luceros, cuyo fulgor ocultan las nubes
a la mirada de los ojos humanos,
son como ese amor tuyo que encubro, delicia mía,
y que tampoco es visible más que en hipótesis.

Sobre el mismo asunto dije también en otro poema:

Pastor soy de estrellas, como si tuviera a mi cargo apacentar todos los astros fijos y planetas. Las estrellas en la noche son el símbolo de los fuegos de amor encendidos en la tiniebla de mi mente. Parece que soy el guarda de este jardín verde oscuro del firmamento, cuyas altas yerbas están bordadas de narcisos. Si Tolomeo viviera, reconocería que soy el más docto de los hombres en espiar el curso de los astros.

Las cosas se enredan como las cerezas y unas traen otras a la memoria. En este poema he comparado dos cosas con otras dos en un mismo verso —el que empieza Las estrellas en la noche, etc.—, cosa que tiene mérito en retórica. Pues aún he hecho algo más perfecto, y es comparar tres objetos con otros tres en un mismo verso, y cuatro objetos con otros cuatro en un mis­mo verso. Los dos casos se dan en el poema que cito a seguida:

Melancólico, afligido e insomne, el amante no deja de querellarse, ebrio del vino de las imputaciones. En un instante te hace ver maravillas,
pues tan pronto es enemigo como amigo, se acerca como se aleja. Sus transportes, sus reproches, su desvío, su reconciliación parecen conjunción y divergencia de astros, presagios estelares
[adversos y favorables.
Mas, de pronto, tuvo compasión de mi amor, tras el largo y vine a ser envidiado, tras de haber sido envidioso, [desabrimiento, Nos deleitamos entre las blancas flores del jardín, agradecidas y encantadas por el riego de la escarcha: rocío, nube y huerto perfumado parecían nuestras lágrimas, nuestros párpados y su mejilla rosada.

Que no me censuren los críticos por haber empleado la palabra «conjunción», ya que los astrónomos llaman así a la coincidencia de dos estrellas en un mismo grado.
Y todavía he conseguido algo más completo, que es comparar cinco cosas con otras cinco en un mismo verso, como puede verse en el siguiente poema:

Me quedé con ella a solas, sin más tercero que el vino, mientras el ala de la tiniebla nocturna se abría suavemente.
Era una muchacha sin cuya vecindad perdería la vida. ¡Ay de ti! ¿Es que es pecado este anhelo de vivir? Yo, ella, la copa, el vino blanco y la oscuridad parecíamos tierra, lluvia, perla, oro y azabache.

Esta quíntuplo metáfora no puede ser ya superada ni hay nadie capaz de incluir en un mismo verso más comparaciones, pues no lo consienten las leyes de la rima ni la morfología de los nombres.

También sufre el amante sinsabores en las dos situa­ciones siguientes:

La primera consiste en que el galán espere encontrar a su dama y se interponga de pronto un obstáculo que lo impida.

Yo conocía a uno a quien su amada había dado una cita y lo veía yendo y viniendo; no podía estarse quedo ni pararse en ningún lugar; tan pronto iba para atrás como para adelante; la alegría aligeraba su natural serio y convertía su aplomo en vivacidad.
Sobre este tema de la espera de una visita amorosa, yo tengo los siguientes versos:

Hasta que llegó la noche estuve esperando verte, ¡oh deseo mío!, ¡oh colmo de mi anhelo!; pero las tinieblas me hicieron perder la esperanza, cuando antes, aunque apareciera la noche, no desesperaba de que
[siguiera el día.
Tengo para ello una prueba que no puede mentir, pues por muchas análogas nos guiamos en asuntos difíciles, y es que, si te hubieras decidido a visitarme, no hubiera habido
[tinieblas, y la luz —tu luz— hubiera permanecido sin cesar entre nosotros.

La segunda situación consiste en que nazca entre los amantes una sospecha, que no se sabe si es verdad o no más que por referencias de una tercera persona, pues entonces el desasosiego es tremendo hasta que el asunto se aclara, bien porque cese la pesadumbre con la espe­ranza del perdón, bien porque la desazón se trueque en franca tristeza y pena, ocasionada por el temor de la ruptura.
También asalta al amante una profunda dejadez si el amado le trata con desabrimiento; mas esto quedará
explicado en su capítulo correspondiente, si Dios Altísimo quiere.

Accidentes del amor son asimismo la violenta ansiedad y el mudo estupor que se apoderan del amante, cuando ve que el amado le esquiva o huye de él, y que se revelan en ayes, abatimiento, gemidos y profundos suspiros. Sobre este asunto yo compuse un poema del que es este verso:

La «bella paciencia» está prisionera; pero las lágrimas corren libremente.

Otra señal de amor es que tú verás que el amante siente afecto por la familia del que ama, sus parientes y allegados, hasta el punto de que los aprecia más que a su propia familia, que a sí mismo y que a todos los suyos.

El llanto es otra señal de amor; pero en esto no todas las personas son iguales. Hay quien tiene prontas las lágrimas y caudalosas las pupilas: sus ojos le responden y su llanto se le presenta en cuanto quiere. Hay, en cam­bio, quien tiene los ojos secos y faltos de lágrimas.

Yo soy uno de estos últimos, debido a que estuve mucho tiempo tomando incienso para curar unas pal­pitaciones de corazón que tuve de niño. A veces me cae encima una desgracia abrumadora; tengo el corazón destrozado y desgarrado; siento en él un nudo más amargo que la coloquíntida, que me impide emitir palabra a derechas e incluso, a veces, parece que va a cortarme el aliento; pero mis ojos siguen insensibles, a no ser en rarísimas ocasiones en que sueltan unas pocas lágrimas.
A este propósito recuerdo lo que pasó un día en que, parados en la playa de Málaga, decíamos adiós, mi compañero Abü Bakr Muhammad ibn Isháq y yo, a nuestro amigo Abü 'Amir Muhammad ibn 'Amir (¡Dios le haya perdonado!), que emprendía el viaje de Levante y a quien no habíamos de volver a ver. Al despedirse, Abü Bakr se puso a llorar y a declamar, aplicándolo al caso, este verso que pertenece a la elegía sobre la muerte de Yazld ibn 'Umar ibn Hubayra (¡Dios le haya per­donado!):

¡Ah! El ojo que, en el día de Wasit, no derrama por ti cuantas lágrimas le quedan, es que es de piedra.

Yo sentía también grandísima aflicción y pesar, pero mis ojos no vinieron en mi ayuda y tuve que limitarme a decir, emulando a Abü Bakr:

Y el hombre que, cuando tú le abandonas, no pierde por ti su mejor resignación, es que es de hielo.

Pero, con arreglo a la opinión general de las gentes de que el llanto es prueba de amor, tengo también una qasida que compuse antes de llegar a la pubertad y que comienza así:

Indicio del pesar son el fuego que abrasa el corazón y las lágrimas que se derraman y corren por las mejillas, Aunque el amante cele el secreto de su pecho, las lágrimas de sus ojos lo publican y lo declaran. Cuando los párpados dejan fluir sus fuentes, es que en el corazón hay un doloroso tormento de amor.

También acaece en el amor que uno de los amantes recele y sospeche de cualquier palabra que el otro diga, y la eche a mala parte, lo cual suele originar frecuentes rencillas entre los enamorados. Yo conozco un hombre que era el menos malicioso del mundo, el de más amplio espíritu, el de mayor paciencia, el más tolerante, el de manga más ancha, y, sin embargo, tenía una extrema susceptibilidad respecto a la persona a quien amaba. La más insignificante diferencia que con ella tenía le­vantaba en su espíritu mil especies de reproches y mil motivos de desconfianza. Sobre este asunto, he dicho en un poema:

Desconfío de ti hasta en lo más despreciable que hagas, y a quien hay que despreciar es a quien desprecia estas cosas, sin ver que pueden ser origen de ruptura o de odio: el incendio en sus comienzos es una chispa. Todo lo grande empieza por ser diminuto: de un huesecillo de nada ves nacer el árbol.

También notarás que el amante, cuando no tiene demasiada seguridad en la constancia de los sentimientos del amado para con él, es mucho más circunspecto de lo que antes era, se refrena más en sus palabras y cuida más sus ademanes y sus miradas, sobre todo si tiene la desgracia de haber dado con una persona celosa y la fatalidad de haber caído con quien es aficionado a pelearse.

Otras señales de amor son: que el amante espíe al amado, tome nota de cuanto diga, investigue cuanto haga, sin que se le escape cosa alguna ni chica ni grande, y le siga en todos sus movimientos. Y, por vida mía, tú verás que en esto los necios se vuelven listos, y los incautos, agudos.
Una vez, en Almería, estaba yo de visita sentado en corro, en la tienda de Ismá'Il ibn Yünus, el médico judío, que era ducho en el arte fisiognómica y muy perito en ella, cuando Mucháhid ibn al-Husayn al-Qays le dijo, señalando a un hombre, llamado Hátim Abü-1-Baqa', que pasaba frente a nosotros: «—¿Qué dices de ése?». Ismá'il lo miró un momento y luego dijo: «—Que es un enamorado.» «—Acertaste —dijo Mu­cháhid—; pero, ¿cómo lo sabes?» «—No más —con­testó— que por la excesiva abstracción que lleva pintada en el semblante, para no hablar de sus otros ademanes. He deducido que se trata de un enamorado, sin que haya lugar a dudas.»
Ibn Hazm de Córdoba, capítulo 2 “sobre las señales del amor” del libro “El collar de la Paloma” pags 109-119 de la traducción de E.García Gómez.

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LE BASI "Un cómico frente al Islam"

Por qué no voy a reírme de Mahoma... Todavía. Una respuesta completa sobre un tema esencial.

No pasa semana sin que algún periodista me interrogue con tono acusador: “Usted se burla del cristianismo pero, ¿por qué no se atreve a hacer lo mismo con el Islam?” (...) Nadie, por ejemplo, me ha preguntado por qué no me burlo del budismo, el hinduismo, el confucianismo y otros tantos sistemas religiosos. “Lógico —pensarán ustedes— estas religiones no son tan agresivas y fanáticas. El problema es la violencia del fundamentalismo islámico.” Sinceramente, no creo que sea mucho más fácil montar un show contra Shiva en Varanasi que contra Mahoma en Teherán. Pero volveremos a esto punto más adelante.
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